En Brasil existen palabras como beijo y saudade

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Entre una mezcla de prejuicios e imágenes irreales, no apostaba mucho por Brasil. Me había quedado el tinte difuso de cuando había viajado con mi mamá a Camboriú hace diez años; fuimos a la playa y nos molestó la resolana, quería las pulseritas de colores y las trencitas en el pelo. Crecemos y nos vamos pareciendo más a las serpientes: dejamos pieles en el camino.

Y volví, después de tanto tiempo, para chocarme con un país que es intenso en cada músculo que lo compone. Son sus palabras y la pronunciación que se las adueña, es el verde de la naturaleza que se quiere masticar todo lo que tiene enfrente. Son las personas, con sus expresiones voluptuosas y sus movimientos exagerados.

Es también el ser turista, claro, que nos hace más enamoradizos. Y la posibilidad que este país, diferente y extranjero, nos da para soltar.

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Enero fue un mes movido, en el que se inmiscuyeron demasiadas sensaciones que compitieron entre sí. Viernes, once de la noche y sin ganas de hacer una valija, metí en ella todo lo que tenía con mucho color que no me animo a ponerme en Buenos Aires; en mi inconsciente ya flasheaba ser la próxima garota de Ipanema. Me estaba olvidando de miles de cosas – como una toalla y un pareo, já – pero tenía el cerebro quemado. Dejé un trabajo y en pleno maremoto apareció otro; arranqué, aunque en menos de un suspiro tenía que volver a cambiar de chip para subirme a un avión. Tengo ese gen maldito que me hace demasiado autoexigente, queriendo tener todo bajo control al minuto de arrancar algo en vez de disfrutar de la incertidumbre de lo nuevo o de la licencia a preguntar todo. Ya no sabía en qué lugares había dejado mi cabeza y en cuáles avanzaba solo mi cuerpo.

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Es un no sé qué que está en su música y en su literatura. Es un no sé qué que se anida en el zumbar de sus cuerpos cuando bailan. Cuerpos que transpiran sensualidad, arraigo, exaltación.

¿Somos tibios nosotros? Odio esa palabra. ¿Por qué no bailamos así, o como los colombianos, que bailan como si estuviesen en una cama?

Quizás es cultural, o un fenómeno climático.

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En cada rincón se esconde una historia que ansía ser contada. A quienes estudian Comunicación o Periodismo o etcétera, les repiten casi como un himno que “las personas quieren hablar”, y así nos animan a obtener una buena nota. En Brasil comprobé que es verdad; son auténticos narradores de historias, suyas o ajenas. Hasta los árboles hablan: en uno de ellos estaba escrito que en un festival literario local, de treinta y pico de autores, solo siete eran mujeres. Menos de una quinta parte. Una inscripción en un árbol perdido gritaba la desigualdad que sigue existiendo hacia las mujeres en el mundo literario. ¿Por qué tiene que existir una excusa para que haya una mesa de debate compuesta únicamente por mujeres? O una señora que vendía vestidos y que, al escuchar que era argentina, me contó que ella había vivido en el país durante los setenta, después de haber escapado de Uruguay porque su marido era tupamaro. Había pasado trece años sin ver a su hijo, pero fue finalmente en Brasil donde pudo descansar, refugiándose en el budismo. O un nómade y soñador, que va en busca de lo suyo, alejándose de las nubes grises de las grandes ciudades para refugiarse en la sensibilidad de las palabras y de los acordes.

Quizás en otro blog de otra parte del mundo, alguien esté escribiendo tu historia, o la mía.

Neruda en paredes extranjeras

Neruda en paredes extranjeras

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Hola, Mech

Hola, Mech

Me robé a Mechi, legendaria compañera de viaje de Sharon (convivieron durante su intercambio, en Sevilla). Viajar de a dos está bueno y sin dudas era lo que necesitaba para este momento: no existe eso de amalgamarse a un grupo y convertirse en un número lejano a la hora de tomar decisiones. Conocer a otras personas fue más fácil, e incluso necesario; compañeros de playa, de noche, de cuarto. Pero más allá del trajín, me sentí siempre en un microcosmos, abstraída de todo. Como haciendo estudios de la sociedad, observaba a mi alrededor y a mi mundo, siempre llevando todo a dimensiones lunares y luego plasmándolo en papel.

Pienso, pienso mucho. Y esas corrientes de ideas suben como escaleras en forma de caracol, y llegan a las nubes. A veces quisiera que no sea así, y eternizar ese instante cuando me despertaba en la playa y me quedaba mirando las olas, un poco entre el sueño y la realidad.

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Soy creyente de que la mayoría de las palabras son hijas de la humanidad o del universo. Pero hay algunas pocas, fervientes nacionalistas, que son hijas de su país. Saudade, una palabra líndisima, es una de ellas. Qué acertado, o más bien delicado, es poder nombrar esas sensaciones que son tan difíciles de explicar, de escindir.

Extrañar, melancolía, añoranza de lo que pasó. Saudade es eso, o es más, y así termina desacreditándolas a todas, incluso a mí que quiero definirla.

Me gustan las palabras que no puedo definir con otras palabras.

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Veo los molinetes de la estación de tren ahí a lo lejos. Se me viene encima una estampida de personas, cada una moviéndose automáticamente, dispuestas a comerse cualquier obstáculo que entorpezca su camino. Atónita y paralizada; no sé qué hacer. No sé cómo llegué acá, no sé qué me deparan los días, los minutos, no sé cuándo cambió el aire.

Cierro los ojos y mi cuerpo se balancea; mi cabeza canta una versión distorsionada de un tema de Djavan, parece que tengo convulsiones, y me tomo un instante más. Constitución no deja de ser un caos, pero yo sigo adelante.

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