Penetrando África: Marruecos, parte 2

marruecos bonito

Este post es el segundo de una serie de posts sobre Marruecos. Podés encontrar el primero acá (incluye video re copado)

Recorrimos cinco lugares en cinco días. Llegamos a Marruecos desde el sur de España, atravesando el estrecho de Gibraltar en ferry y arribamos en el puerto de Tánger, una ciudad al norte del país, que por un tiempo tuvo el estatus de zona de control internacional. Marruecos, durante el siglo pasado, estuvo dividido en tres: el protectorado español, el protectorado francés (que tuvo más influencia) y la zona internacional.

Adentrémonos un poco en el país. Marruecos es una monarquía constitucional, con muchísima desigualdad, que funciona a base del sector primario y al que le falta muchísima industria, pero por lo que conocí es un país que abunda en potencial. Vi cómo un orfebre trabajaba una plancha de bronce, cómo tallaba los adornos sobre ella, la destreza con la que lo hacía, la paciencia que hay que tener.

El rey tiene catorce palacios reales distribuidos por el país. El único que avisté, y desde afuera, fue el de Fez: tiene doscientas hectáreas y está ubicado en el mismísimo centro de la ciudad. Al lado del muro contundente que lo circunda vive parte de la población, en edificaciones mucho más precarias que las del rey. Por supuesto.

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“Gracias” se dice “Chukran” (pronunciado como shukrán).

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Fez es la ciudad cultural y religiosa del país y una de las cuatro ciudades imperiales que tiene Marruecos. (Las tres restantes son Marrakech, Meknes y la actual capital, Rabat.) Fez fue capital marroquí varias veces a lo largo de la historia. Está situada entre las montañas del Rif y las del Monte Atlas, razón por la que un autor cuyo nombre no recuerdo la describió como “el hormiguero del mundo”. Bueno, y también porque a la tarde, todos los habitantes de la ciudad salen a la calle como si fueran hormiguitas.

El casco antiguo tiene mil doscientos años de vida, impresionante, ¿no? Nos metimos dentro de ese laberinto de callejones y entramos en un mundo fantástico, lleno de bullicio, de movimiento y de olores. La vida puesta al servicio de la calle. Muchos peatones apurados, mujeres con sus niños, hombres con carretas abastecidas de naranjas o con sus burros cargando Coca Colas, tiendas que vendían desde carne de dromedario (¡son dromedarios, no camellos!)  a pomadas para lustrar los zapatos a vestidos de novias de todos los colores a especias a smartphones.

Pasamos por las curtiembres, unos pozos a la luz del sol donde hombres trabajan el armado y el teñido del cuero. Todo ese proceso deja como consecuencia un olor imposible de superar así que se reparten hojas de menta para disimular el olor. A mi me dieron una planta entera. La olí tanto que la dejé sin olor.

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Qué comprar, qué comprar… 
 

Solo recorrimos esa parte de la ciudad, que claramente es la más turista, pero tremenda. No podría haber entrado sola. No me hubiera animado, o no hubiera salido nunca, porque es un laberinto. Las calles no tienen lógica alguna y no hay una que sea igual a la otra: podés caminar por uno de los callejones, seguro de que vas para un lado y terminar en el contrario. A veces, los pasillos se hacen tan angostos que solo puede pasar una persona por vez y hay trayectos que directamente no llevan a ninguna parte. Te chocás con una pared y la única forma de seguir adelante es darse la vuelta y regresar por el camino por el que viniste.

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Hay muchas mezquitas dentro del casco antiguo pero solo dos (creo) tienen abierta la entrada para los no musulmanes.

Los islámicos rezan cinco veces por día y pueden organizar sus rezos como plazcan, distribuyéndolos a lo largo del día u orando los cinco seguidos, aunque esta última opción no es la mejor. Las mujeres, por sus responsabilidades sociales, pueden rezar en su casa en vez de derrochar tiempo y esfuerzo en ir hasta la mezquita. Sin embargo, orar en el templo es beneficioso porque ayuda a fortalecer el sentimiento comunitario entre los creyentes.

En la mezquita que visitamos había un hoyo en el suelo. Le preguntaron a Muhammed para qué servía, y respondió que antes, cuando estaba en uso, corría el agua por allí. Para estar ligeramente purificados antes de rezar, los religiosos se lavan con agua limpia las manos, la boca, la cara, los brazos, el cuello, y los pies hasta tres veces.

Cuando suena la llamada a la oración de la mezquita (cinco veces al día), los hombres son llamados a ir al templo a rezar. Siempre están los vagos que prefieren quedarse y continuar con lo que estaban haciendo, postergando el rezo para después.

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En Marruecos no se toma mucho alcohol, porque es un país musulmán y está prohibido. Las cervezas que están a la venta para los turistas son carísimas y difíciles de encontrar. Una botella de 330 mililitros sale tres euros y muy probablemente esté caliente. Por mí, mejor. No siento que un viaje como este tenga algo que ver con el alcohol. Se hubiera desvirtuado demasiado. (Fácil decirlo si no me gusta la cerveza.)

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Eramos cinco, cuatro muchachas y un muchacho, en búsqueda de un lugar para cenar. No sé por qué los hombres musulmanes tienen la costumbre de sentarse en los restaurantes o en los bares mirando hacia la calle. Caminar por la vereda se convierte entonces en un desfile del cual no estoy muy segura que quiero participar. Quizá es porque ya superé la experiencia cuando viajé a Malasia, país musulmán, o quizá es porque soy muy despistada (no creo), pero esta vez, ni me di cuenta de esos detalles. Simplemente no entraron en mi radar. Andrés me preguntó si no me molestaba; él sí se dio cuenta, seguramente porque era el único varón. También se preguntaba, bastante exasperado, dónde estaban todas las mujeres. No habían muchas a la vista.

Pedimos direcciones a dos señoras locales que se ofrecieron a guiarnos hasta un lugar que conocían, pero nos llevaron por un camino que nos hizo dudar, sobre todo después de que Andrés comentó, segurísimo, que nos iban a cobrar propina. Nos alejamos de la avenida principal y nos adentramos por un terreno baldío. Era de noche y no le habíamos avisado a nadie a dónde íbamos. Ya plenamente desconfiados, les dijimos gracias y nos alejamos. Ellas, semi decepcionadas, intentaron una última vez convencernos de que las siguiéramos pero nosotros ya no queríamos saber nada. Nos dejaron ir con una sonrisa tristona y sin siquiera amagar a cobrar, lo cual nos convenció de que lo habían estado haciendo de buena onda. La situación me dejó medio triste.

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Un menú muy comprensible y un billete de 20 dirhams (moneda local marroquí)
 
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Encaramos para el desierto. Las valijas: dejarlas en el autobús. Las mochilas: llenarlas de lo indispensable y, una vez listos, subirse a las 4×4. Viajamos aproximadamente cuarenta minutos por un desierto rocoso, seis de nosotros en cada camioneta, todas con el mismo destino final pero ninguna con el mismo trayecto. Cada una de las 4×4 iba por donde podía, haciendo zigzag y dejando un sendero de polvo detrás, atravesando zonas irregulares y haciéndonos saltar.

Nos adentramos más y más en el Sahara. De a ratos no había más que tierra desolada pero cada tanto aparecían edificaciones del mismo color de la arena (cada vez menos rocosa, cada vez más polvo), unos castillos del desierto, palacios horizontales amurallados. Eran hoteles. Hoteles del desierto. Wah.

Llega un momento en el viaje en el que uno ve cosas tan distintas a lo que está acostumbrado que pasan a ser normales. Eso fue lo que me pasó cuando llegamos a destino: una edificación similar a la de los palacios reales que había visto minutos antes, que en realidad eran hoteles y no palacios, y que tanto me habían sorprendido. Cuando me dijeron que iba a dormir en el desierto bajo las estrellas, me imaginé que iba a pernoctar en una bolsa de dormir sobre la arena, en el medio de la nada. No que iba a ir a un hotel con pileta, wifi, y un baño espectacular mejor que el de mi casa en Buenos Aires. No. No, no, no señor.

Llegamos a tiempo para ver el atardecer desde las dunas. La canción de John Mayer “3×5” me pareció demasiado apropiada para describir el momento. El hotel, en vez de dar al bosque o a la playa, daba al desierto, su propia versión de jardín. Las dunas eran pequeñas y habían algunas palmeras. La arena del Sahara es la más suave que toqué, la más finita.

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En el fondo, uno de los hoteles que mencioné más arriba (!!!)
 

El hotel no ofrecía cuartos: ofrecía tiendas. No puedo describirlas mucho porque no dormí en ellas. Eran construcciones de telas negras, ubicadas una al lado de la otra, que albergaban a un promedio de cuatro personas, con los colchones y las mantas correspondientes. Pero yo quería dormir bajo las estrellas, quería estar en el desierto y mirar al cielo, así que me fui al patio con la pileta y me acosté en una de las reposeras.

El tiempo, que durante el anochecer había estado lindo, con una brisa cálida, durante la noche se convirtió en feo y con un viento mordaz. Digamos que no la pasé muy bien. Además estaba nublado, así que con suerte podía ver la figura de la luna. Estrellas, ninguna. No dormí.

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A las cinco y media de la madrugada teníamos que estar todos listos. Eran las cuatro y yo estaba sentada como un ente en el baño, el único lugar cálido que encontré, porque ya no me iba a meter en las tiendas. ¡La vergüenza que me dio cuando las chicas empezaron a entrar en el baño y yo ahí!

Todos listos, nos adentramos en el desierto, atravesándolo con los pies durante una hora. Subida, bajada, subida, bajada, paso adelante, uno más, dale que se puede. No es fácil hacer trekking por la arena, con las dunas, en plena oscuridad y con frío, pero son unas de esas cosas que uno no se plantea, solo se sigue caminando. Sin aire, sin fuerzas, llegamos muchos (pero no todos) a la montaña arenosa más alta justo a tiempo para ver como la noche oscura se deshacía para darle paso a la luz mañanera, que todo lo cubría. Desde la cima, y solo de a ratos, podía abrir los ojos y aguantarme las olas de arena voladora en los ojos para poder vislumbrar el sol naciente en el horizonte. Esa sí es que era la imagen del Sahara que tenía en mente. Alrededor no había más que naranja y amarillo, más que un celeste tenue, más que un horizonte ondulado por las figuras de las dunas, y un viento mordaz, lleno de arena, que atentaba contra mis ojos.

Hermoso.

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Desayuno y almuerzo: buffet, como nunca vi antes.

Buffet en el desierto.

Cómo.

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Anduvimos en dromedario. No son camellos; tienen una joroba, no dos, y les gusta más el calor que a los camellos, aparentemente.

Éramos noventa y dos jóvenes en el Sahara, y eran noventa y dos dromedarios los que nos cargaban. Fue muy divertido. Horas después, muchos de los chicos tenían los muslos dolientes  porque nunca habían montado un animal similar. Me sorprendió. No era muy diferente a viajar a caballo, pero claro, supongo que no todos habrán andado a caballo tampoco. Son descubrimientos así, pequeños, los que me hacen dar cuenta de los detalles argentinos, de su idiosincrasia. Quizá andar a caballo no es tan común en el resto del mundo como en mi país.

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